Crónica de un viaje en tren: Una pesadilla sobre rieles.

El horario de salida era a las 18.30, desde la estación Plaza Miserere, en Once. La llegada a las 22, estación Bragado, a 210 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires.
Una hora y media antes llegue con mi bolso, el equipo de mate, DNI y dinero en mano para sacar el pasaje. Toda una aventura que me recordaba a mis viajes infantiles con mi abuela chela. Mi intención era viajar en pullman, por lo menos los vagones tienen vidrios en las ventanas y no te llenas de tierra durante el viaje. Bueno, este fue justamente el primer inconveniente a sortear, en realidad, más que a sortear, a aguantar. Los carteles escritos a mano sobre las ventanillas indicaban: “No hay vagón pullman”.
“OK, nada me afecta. Disfruto del momento”, me dije. Había llegado temprano para no correr, para asegurarme un lugar con tiempo y hasta tomar algo antes de partir, “saco primera y listo, cuando llego una buena ducha y chau a la tierra que entra por la ventana”, me convencí
Segundo inconveniente a sortear, en realidad, más que a sortear, a aguantar: No andaba el sistema y no vendían los pasajes. Había que hacer la cola y esperar a que el sistema comenzara a funcionar o que el Sr. de la ventanilla recibiera la orden de hacer los boletos a mano.
“OK, nada me afecta…”, me repetí mientras me colocaba en mi lugar de espera. Había unas diez personas adelante y detrás, rápidamente, empezaron a sumarse de a docenas. Atenta a mi equipaje por eso que dicen que“si te distraes perdes. Es un segundo, se llevan todo”.
Es cierto, la estación de Once no tiene muy buena fama y la realidad es que el lugar no invita a la confianza: La gente va y viene, apurada, protestando, porque nada funciona bien, el lugar es una mugre, los baños imposibles, los empleados mal humorados como si nosotros tuviéramos la culpa de sus flacos e indignantes sueldos.
Pasaba la hora, cada vez éramos más y el sistema nada. El tren salía a las 18.30, eran las 18.15 y nadie tenía su pasaje ni información sobre lo que pasaba. Obviamente los ánimos se empezaron a alterar, se hicieron varias colas y comenzaron las acusaciones sobre los espacios y lugares.
Oficialmente, ninguna respuesta sobre nuestro tren que todavía ni estaba sobre el andén. A las18.30, hora a la que tenia que salir, se abrieron dos ventanillas e informaron que el sistema seguía sin funcionar y que los pasajes se venderían sin numeración y en forma manual. Y si, este fue otro inconveniente a sortear, bueno, a aguantar.
“OK, nada me afecta…”…
Entonces, a sacar el pasaje rápidamente sin numeración y a salir corriendo hacia el anden de donde iba a salir el tren, que aun no había llegado, y pararse lo mas cerca posible de donde uno calculaba iba a estar la puerta para después entre empujones y bolsazos pasar y atrapar el primer asiento libre sin importar si tiene o no tiene vidrios la ventanilla
Así fue.
El tren llego a alrededor de las 19 al anden, y quienes ya teníamos el pasaje corrimos por nuestro asiento. Debo reconocer que a esta altura mi estado de armonía iba desapareciendo y me empezaba a costar disfrutar el momento tal como me proponía.
Sin embargo, una vez sentada y con el equipaje acomodado parecía que la cosa se empezaba a ordenar. Si bien ya era tarde, y no iba a llegar a la hora programada, estaba cómoda y la ventanilla tenía vidrios. No estaba mal. A las 19.40 partimos. “Bastante bien”, pensé, mi optimismo parecía regresar. Me iba a hacer unos mates en cuanto saliéramos de Buenos Aires y a leer tranqui. Ese era el plan.
Bueno, ese era el plan, hasta que llegamos a la estación Haedo. Ahí si había funcionado el sistema y habían vendido los pasajes numerados.
Y comenzó la guerra de los asientos: los que reclamaban por su lugar asignado y quienes defendían su espacio adquirido de hecho.
Estaban quienes se resignaban y se cambiaban de vagón en busca de algún lugar en otro coche, hubo quienes se levantaron y cedieron sus lugares a personas mayores y hubo quienes estoicamente se quedaron parados al lado del asiento asignado y ocupado por otro pasajero a la espera del guarda. Guarda que nunca pudo resolver nada y que se limitaba a decir “todos tienen razón, esto termina mal”.
Y así viajamos, nadie se movió de de sus lugares hasta que una vez avanzado el camino y a medida que la gente llegaba a su destino comenzaban a quedar asientos vacíos y que ocupaban quienes estaban a la espera.
Pero, cuando parecía que la cosa se iba normalizando nos detuvimos en Mechita, a solo unos pocos minutos de Bragado, mi destino. Y el tren no arrancaba. Y nadie avisaba nada, y no se movia, y pasaban lo minutos y nada. Y no se movía, y nada. Y pasaban los minutos y comenzamos a impacientarnos, pero ahí nos quedamos, cada cual en su asiento, el tren ya semi vacío, y a oscuras, ah, si, me olvide de contar que no andaban las luces del vagón en el que estaba, menos mal que cuando paso en un tramo del viaje un de los varios vendedores me tente con un encendedor linterna y gracias a la inversión pude leer un rato. Entonces a oscuras esperamos unos 30minutos para que el tren se volviera a mover.
Y después llegue.
Así se viaja en tren, todos los días, cada día. Una pesadilla sobre rieles.